La mano que acariciaba

E. Torrella Raymond

2/14/20243 min read

brown wooden table with chairs
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Hace de esto unos meses, pero lo vivo como si fuera ayer.

Hacía frío, mucho frío para mí. Pero tal vez por venir del mediterráneo, aquel frío para mí era casi romántico, como una sonata de Chopin.

Una mano, que no era la de Chopin, ya acariciaba, pero yo todavía no lo sabía.

Quise salir a pasear, ya que si uno mira las elegantes fachadas de los edificios y se fija en la vida de los cafés, puede tratar de darse el lujo de ignorar que está en un país en guerra. Y necesitaba ignorarlo, pues lo visto en los días anteriores era demasiado abrumador.

Y salí a pasear, por mi amada Leópolis.

Y caminando sin rumbo, terminé donde siempre termino cuando vengo a esta ciudad: la Iglesia de la Guarnición de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

Y allí, de sopetón, me encontré con la mano que acariciaba.

Me di de bruces con la guerra, el dolor y la sinrazón: la atmósfera de pérdida, de rabia, de luto, de dolor. Pensé que tal vez me vieran como un intruso, pero no me sentía como tal. Aunque por respeto, guardé las distancias.

El incienso, los cantos, las imágenes greco-católicas, la actitud de la gente, todo inspiraba un respeto sublime, trascendental. La comunión colectiva era evidente.

Estuve allá un rato, tratándome de comunicar con una imagen de Jesús crucificado, con otras de vírgenes tiernas y compasivas…a veces no es suficiente con querer creer.

Y la mano seguía acariciando.

Contemplé la mano de nuevo, decidí salir, y crucé el umbral entre el dolor y el olvido.

Al traspasar la puerta, la vida callejera fluía, ajena -o al menos eso pretendía- a lo que sucedía al interior de la iglesia.

Los cafés, los restaurantes sofisticados y temáticos – sobre masones, acerca de la resistencia contra nazis y soviéticos-, las tiendas de dulces y hasta las de deportes estaban abiertas. Era la imagen de la vida buena y feliz de occidente que, tal vez, se está apagando y aún no lo queremos ver.

Era una noche fría de un país bajo las bombas, pero sin cortes eléctricos, con luz en las calles, con chicas elegantes paseando -¿dónde estaban ellos?-, y la mano seguía acariciando.

Entré en el Grand Café, tratando de digerir lo que había visto, sentido, olido…y para luchar contra la memoria, la tristeza, y todo lo demás, tomaba fotos desde los ventanales -prodigio de la elegancia arquitectónica del siglo XIX en la misteriosa, ¡para mí!, Europa de este- de la bulliciosa plaza. Y en un click, ya estaban en el teléfono de mi esposa, que, en el aquel momento, estaría cenando con nuestras hijas, rodeadas de viñas y olivos en un clima templado.

Pero el cuerpo no deja engañar, y a pesar del vino de Odessa, no encontraba la paz ni la tranquilidad. Así que salí de nuevo a la calle, a caminar, ya que a veces uno sólo encuentra el rumbo caminando sin rumbo.

Encontré un trío cantando canciones - ¿festivas? ¿patrióticas? ¡y yo qué sé!-. Eran dos hombres, tal vez bebidos, y una mujer, que reían mientras cantaban; y más gente los rodeaba, incluidos dos militares que, tatareando, hacían de coro innecesario, pero que me hizo recordar en qué país me encontraba.

Y la mano continuaba acariciando.

Y decidí retornar al centro de gravedad de aquella noche, de aquel país, ya que no podía dejar de sentir ni pensar en otra cosa. Traspasé el umbral de nuevo, esta vez hacia el interior de la iglesia. Siempre retorno a ella. Sin quererlo y sin fe, siempre acabo sentado en un banco de un templo haciéndome preguntas sin respuesta. No es no es suficiente con querer creer.

Me persigné, -¿cómo era?-ah sí, los greco-católicos lo hacen de otra manera.

Y dios, ¿dónde estaba? pregunta tan antigua como necesaria y gratuita. Como las canciones de los poetas, de los borrachos y de los soldados.

Bajo mis pies, las famosas catacumbas de la iglesia, con los restos de ilustres y no tan ilustres personajes de la ciudad.

Y la mano seguía acariciando la frente de una cabeza calva, tal vez afeitada; una mano blanca, bonita, alargada, de pianista, y su dueña con un pañuelo en la cabeza, en señal de luto.

En el ataúd, la bandera ucraniana cubría de cintura para abajo el cuerpo del soldado, del ser querido de la mano que acariciaba.

¿y dios? ¿y la justicia? ¿y la armonía?... no aparecía, sólo alcanzaba a escuchar un rumor desafinado.

Se le pide ayuda, consuelo, armas, pero sólo se escucha el llanto contenido de los que acompañan la mano que acaricia.

Sólo nos queda el consuelo de esa mano.