El pez volador de Salvador Dalí
Descripción de la publicación.
E. Torrella Raymond
4/29/20247 min read
Una de mis aficiones favoritas es caminar. Caminar sin rumbo. A veces camino concentrándome en los pasos, en la velocidad, sumergiéndome en mi mismo hasta lograr un ritmo donde ya las piernas y la respiración van solas, y es entonces cuando se libera el estrés y el espíritu: aparecen las preocupaciones más recónditas, surgen las ideas, me siento ligero, encuentro soluciones, me desahogo, hablo conmigo mismo con toda libertad…Dudo que con el yoga se llegue a cotas tan altas de espiritualidad. Sólo tal vez el whisky sea capaz de llevar a tales alturas.
Pero hay otras formas de caminar, menos espirituales y más… ¿costumbristas?, por llamarles de alguna manera. Es cuando no me concentro ni en mis pasos ni en mí mismo, sino que me vuelco al exterior. Miro y observo lo que me rodea, tropiezo con la gente -no por despistado, sino por estar concentrado en algún detalle de una persona, un edificio…- soy incapaz de coger ningún ritmo, ando casi haciendo eses y sin ningún rumbo, al albur de lo que se cruce en la vista, el olfato o cualquier otro sentido de los cinco que aún conservo.
Y fue precisamente una combinación de los sentidos, la que me llevó a la genial historia que les voy a contar.
Estaba perdido en los olores del mercado del marisco -a veces fétidos, a veces sublimes- cuando una mujer, negra, bellamente gorda, entrada en años, y unos ojos por los que cualquier hombre en su sano juicio daría media vida- me ofreció unos camarones a 4 dólares la libra. Me parecieron caros, pero sus ojos, su sonrisa y la sensación de hermandad universal que siempre me provoca aquel gentío, me llevaron a comprarle 2 kilos…con los que no sabía muy bien qué hacer.
Di alguna vuelta más, fingiendo interés por la mercancía -corvina, pargo, atún, pulpo, aleta de tiburón, almejas, cangrejos, camarones, calamares, langostas, etc. y otros que soy incapaz de reconocer-; pero la verdad es que ya el paseo me había dado lo que tenía que darme: una inmersión en la humanidad exterior. La interior la buceo cuando camino en la naturaleza, entre árboles o palmeras.
Cuando ya salía del mercado del marisco, se acercó una mujer y sus secuaces, con aire de evangélicas proselitistas. No me apetecía nada. Generalmente, cuando se me aproxima hacia mi este personal, tengo dos respuestas: o les digo que soy musulmán, o les digo que tengo un pacto con Lucifer. La primera opción les repugna, la segunda les asusta. Hay días que disfruto causar repulsión. Hay días que prefiero dar miedo.
El caso es que aquel día tenía la cabeza en los ojos de mi vendedora, así que no me resistí y acepté el folleto sobre las escrituras del evangelio sin decir ni mu. A los pocos minutos, cuando lo arrojaba a una papelera llena de envases de bebidas, latas de cerveza y restos de pescado, entreví entre la inmundicia un sobre grande tamaño AA con algo escrito en caligrafía elegante, clásica, de la que aprendían nuestros padres. No pude evitarlo. Lo rescaté.
En letra cursiva y pomposa, decía: “El pez volador de Salvador Dalí”. Nadie con un mínimo de sensibilidad e interés por la vida, puede dejar de recoger un sobre así.
Lo extraje con las puntas de los dedos de entre la porquería, y me dirigí al coche para abrirlo. No fue fácil abrir la puerta. Tenía las manos ocupadas: una con el sobre pestilente, otra con los camarones de mi negra bonita.
El coche estaba caliente, muy caliente, y el aire acondicionado no funcionaba, así que abrí las ventanillas, e impaciente, abrí el sobre.
Y este es el contenido de la carta –si así se le puede llamar- que contenía:
“Se lo digo sin arrogancia y sin modestia, se trata de un hecho objetivo: soy un genio. Lo siento señores, entiendo que pueda resultar un poco presuntuosa tal afirmación, pero las cosas son como son, y me ciño a los hechos.
Para compensar, dios, o Dios, o lo que sea, no me marcó un camino claro para que mi genialidad se expresase. Tengo la genialidad, pero no el talento.
Si fuera pintor, estaría a la altura de Picasso y Dalí. Si me hubiera dado por la política y la guerra, tendría muchas similitudes con Julio César, Napoleón o Churchill. Literariamente, me hubiera codeado con Cervantes y Tolstoi. Musicalmente hubiera estado emparentado con Johann Sebastián Bach y Mike Jagger.
Pero ya ven, tanta genialidad, tanto potencial…para al final quedarme en eterna promesa, como aquellos ciclistas que rozando la treintena se quedan en “el que podrían haber sido y no fue”. Pero todo lo anterior, no quita que sea un genio, un ser genial. Hasta aquí ustedes pueden pensar que soy víctima de un ataque de locura, de egolatría, que soy un psicótico. Me parece muy simple por su parte llegar a una conclusión tan simple, y eso delata su mediocridad y la distancia que les separa de mi genialidad.
Los genios, haberlos, “haylos”. Somos un porcentaje muy pequeño de la humanidad, pero ahí estamos, como los pueblos primitivos o las especies en extinción.
Los genios que sobrevivieron tremendas catástrofes -como las dos guerras mundiales y las que hubo entre medio, como la guerra civil española-, tenían la obligación de elevar la voz, de hacerse notar y clamar por un mundo donde la genialidad compensara la barbarie y la estulticia.
Ha habido genios locos, auténticos, teatrales …, pero el más vocal, el más descarado y sinvergüenza, ha sido un gran catalán y español: Salvador Dalí. Para reunirme con ellos, mis pares, acostumbro a leer biografías, diarios personales. Es la única manera de romper con mi soledad y sentirme cerca de los seres humanos. Los que físicamente están a mi alrededor cotidianamente, son buena gente, pero no me entienden y me aburren. No sé muy bien qué hablar con ellos.
Precisamente hoy, iniciando el mes de junio, tras leer “Diario secreto de un genio” de Salvador Dalí, me acerqué al mercado para contemplar los peces. Al observarlos, me reencuentro con mis orígenes -el primer animal vivo del planeta y antiguo símbolo del cristianismo-, por los que mi colega Salvador sentía una especial devoción.
Esta madrugada leí que el 30 de junio de 1952, Dalí se autoimpuso “la violencia de pintar, meticulosamente, una sola escama, pero la más resplandeciente, la más plateada posible de un pez volador pescado ayer”. No se detuvo en su trabajo hasta que vio brillar la escama como “si la habitara la misma luz de la punta de mi pincel”
El pintar le producía un placer tal, que babea constantemente –así lo describe él-, y al babear, se le formaban grietas, que posteriormente se convertían en costras. Y éstas se llenaban de moscas. Mientras pintaba, escuchaba por la radio la transmisión del Tour de Francia. Bobet, el maillot amarillo en aquella jornada, se había lesionado la rodilla mientras un calor tórrido abrasaba al pelotón.
Moscas, calor, peces muertos, gotas de sangre, sufrimiento sobre las bicicletas. Mi amigo Salvador todo lo convertía en arte.
Al atardecer, Dalí descubrió una luciérnaga que brillaba como la escama, y esto le recordó a su primera composición literaria escrita a los siete años:
“Una noche a finales de junio, un niño se pasea con su madre. Llueven estrellas fugaces. El niño recoge una y la lleva en las palmas de las manos. Llega a su casa, la deposita sobre la mesa y la aprisiona dentro de un vaso puesto al revés. Por la mañana, al levantarse, deja escapar un grito de horror: ¡un gusano, durante la noche, ha roído su estrella!”
Aquella tarde se fue a acostar bajo el gran cielo de la Asunción, pintado bajo la escama brillante del su pez podrido.
Pero lo grave, es lo que ocurrió el martes 1 de julio en Port Lligat:
Al despertarse se había convertido en el pez que pintaba. Moscas revolotean a su alrededor, atraídas por el hedor del cadáver del pez. Así se sentía, como el personaje de Kafka.
Las moscas iban del lienzo a su cara y a sus manos. La tela había cobrado vida -la del pez muerto-, y disfrutaban del intenso olor de ambos pescados.
El párrafo es algo confuso respecto a la sensación de pez que tiene Dalí. En todo caso, tras terminar de leer sus anotaciones de aquel 1 de julio de hace más de sesenta años, no he podido dejar de buscar a mi hermano genio entre los peces del mercado.
No lo he podido encontrar entre los miles de peces pescados expuestos en el mercado, pero creo haberlo intuido en los ojos negros de una vendedora de mariscos.
OJO, ¡ESTOY EN PROBLEMAS!:
Veo que se acerca mi mujer –que tiene un no sé qué de Gala- y mi cuñado con cara de “te has vuelto a escapar de casa”, así que termino la carta –antes de que me la requisen y se la enseñen al doctor-, la meto en un sobre y la dejo en manos de los peces”
Así de abrupto era el final de aquella carta. Aunque estaba en el trópico, hacía un calor de canícula mediterránea. Cerré los ojos para pensar en aquel escrito de aquel loco, en aquel desvarío. Traté de encontrar el hilo entre los ojos negros de mi vendedora, las evangélicas y aquel sobre encontrado entre los restos de pescado podrido en la basura.
No puede evitar rememorar la simbología secreta del pez entre los primeros cristianos. No lograba quitarme de encima la imagen de los evangélicos…hasta que una suave brisa empezó a entrar por la ventana, una nube cubrió de sombra mi auto, y me quedé dormido.
Al despertarme, percibí que tenía unos bigotes dalinianos -afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y siempre apuntando al cielo- tal como él los describía- y unas moscas revoloteaban sobre las costras de mi piel…
FIN
El pez volador fue pintado en “Naturaleza muerta eucarística” (1952) óleo sobre tela, 54,5 x 87 cm, Salvador Dalí Foundation, Inc., St. Petersburg, Florida, EEUU
https://www.salvador-dali.org/es/obra/catalogo-razonado/1952-1964/673/naturaleza-muerta-evangelica